En la Patagonia Chilena los Vientos de unos 90 kilómetros por hora empujan contra una playa de piedras los témpanos azules desprendidos del glaciar Grey. Un centenar de icebergs se revuelven, cabecean y chocan, encerrados dentro de una pequeña ensenada de este lago. Las ráfagas que vienen del noreste, desde las planicies gélidas del Campo de Hielo Sur, esculpen los témpanos a simple vista. Una fina lluvia de cristales picotea la cara del caminante. En los intervalos entre racha y racha se oye a los témpanos rozarse y fragmentarse con un campanilleo que suena a vidrios quebrándose.
el Glaciar grey ubicado en Torres del Paine
Caminando sobre la superficie del glaciar aparecen hondas grietas y cavernas. Atisbando en ellas se ve un color azul ultramarino. Comprimido por su propio peso durante miles de años, el hielo expulsó casi todo el oxígeno que contenía. La luz que vuelve del interior de esas grietas trae consigo la intensidad inhumana de ese frío antiquísimo.
Cuatro o cinco días de caminata separan al glaciar Grey de las Torres del Paine en la Patagonia chilena. El sendero que une los dos puntos, más su rama que a medio camino se interna en el macizo montañoso, se conoce por su forma como la W. Buena parte de la estrecha senda transcurre entre las paredes de los Cuernos del Paine y las aguas verdosas del lago Nordenskjold. Desde los puntos más elevados se divisan las amarillas estepas patagónicas.
Cuernos del Paine
A mediados de diciembre la primavera acaba de afirmarse en este lado de la Patagonia. Un pájaro carpintero negro con su despeinado penacho y la base del pico festoneada de plumas rojas agujerea un tronco muerto. Tal como otros animales de esta zona, el carpintero no huye cuando alguien se le aproxima. Se siente dueño del lugar o quizás carece de tiempo para distraerse. El invierno volverá demasiado pronto.
En realidad, en estas regiones el invierno nunca se va del todo. La última glaciación, que terminó hace unos 12.000 años, continúa en los 350 kilómetros de largo del Campo de Hielo Sur, en las nieves eternas de los picachos y en los numerosos ventisqueros que se descuelgan de ellos. Una noche, el viajero se refugia de la lluvia en el interior de una frágil carpa montada dentro de un bosque de coigües magallánicos. Aterido, oye los crujidos del glaciar Francés atronando en el valle. Estos bramidos del hielo —que noche y día afirma su dominio— parecen aumentar el frío.
El Mirador de la base de las Torres- Torres del paine
Para el caminante reflexivo esos rigores se convierten en una preparación espiritual. Recorrer el largo y esforzado sendero, trepar las empinadas escaleras naturales que la erosión de los glaciares labró en las rocas son ritos de paso que obligan a acercarse a estas cumbres y planicies heladas con la debida reverencia. Las piernas temblorosas y la respiración agitada anticipan la sensación de “quedarse sin aliento” que se experimenta al coronar el mirador de las Torres del Paine. Desde allí las tres cumbres agudas y veladas de niebla evocan los campanarios de una catedral antediluviana. Observadas con los prismáticos, sus paredes cortadas a pico muestran un entramado de canales y cuevas.